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El sistema de salud, en crisis (Parte I)

Después de casi tres décadas lo han logrado: el sistema de salud, que era ejemplo de calidad, acceso y cobertura, se desmorona. Es admirable que aún hoy, pese a todo, siga siendo suficientemente bueno en términos comparativos con muchos países.

Mientras la matrícula de profesionales argentinos decae, al igual que la de los inscriptos para las vacantes de residencias médicas, crece el número de extranjeros. Es natural que así suceda, pues no hay combinación tan atractiva como la de calidad y gratuidad en un país que es muy económico para vivir en relación con la capacidad económica de los postulantes o de sus padres. Lamentablemente, ese mismo criterio de racionalismo y economicidad que impulsa a los estudiantes o recién graduados a venir no los retiene al final de las carreras. Tampoco la familia, los amigos, la cultura, en resumen, “las raíces”, bastan para impedir el alejamiento de nuestro suelo de quienes han nacido en el país.

No se puede negar la actual migración de profesionales. Son en general los más capacitados quienes emigran entre explicables reticencias por amor al terruño. Buscan otra calidad de vida, reconocimiento económico, estabilidad y seguridad para las familias.

Emigran con el sueño de un futuro mejor. Ese concepto de migración masiva y constante, tanto en el campo de la medicina como de otras disciplinas, nunca lo habíamos vivido antes con igual intensidad. La Argentina está perdiendo a quienes más sueñan, más trabajan y más estudian.

La política sanitaria es un engranaje crítico dentro de la gran maquinaria de las políticas públicas. La salud carece de una valorización social suficiente, según demuestra una encuesta de la Universidad de San Andrés, de septiembre último; la salud es nombrada allí como problema principal solo por el 1% de la población y ocupa un lejano 13er puesto en el ranking de las preocupaciones colectivas. Eso no es nuevo. Durante la pandemia de Covid, la salud se ubicaba en el puesto 12° entre aquellas preocupaciones e interesaba de verdad a nada más que al 4% de la población.

Entre los profesionales de la salud, son en general los más capacitados quienes emigran del país. Buscan otra calidad de vida, reconocimiento económico, estabilidad y seguridad para sus familias

Si en el curso de una pandemia de origen desconocido y desarrollo impredecible, con 150.000 muertos, la salud era la gran ausente entre las cuestiones de mayor agobio social, era explicable que su crisis quedara fuera de la agenda política. ¿Por qué habría de llamar la atención, entonces, que se la eludiera como tema a tratar en los dos recientes debates presidenciales?

Estamos padeciendo las consecuencias de años y años de políticas erróneas y de brutal demagogia sanitaria. La Argentina tiene un gasto en salud del 10% del PBI. Esto nos pone en el concierto de las naciones centrales, pero si lo desagregamos, advertimos que, de ese porcentaje, la salud pública es financiada en un 2,8% con impuestos. La otra parte proviene, en un 4,2%, de aportes a la seguridad social, y en el 3% de gastos privados. Entre estos últimos, el 1,5% corresponde al pago de cuotas por medicina privada y el otro 1,5% a lo que se denomina “gasto de bolsillo”. En suma, nuestro país tiene una carga tributaria propia de los países nórdicos, pero el 72% del gasto en salud no es financiado por el Estado, sino por los propios beneficiarios.

Según expertos en finanzas públicas, un argentino promedio trabaja hasta mediados de julio para pagar impuestos. No es diferente ese destrato social en el caso de los profesionales de la salud: entre la suma de impuestos directos e indirectos, tributan entre el 48% y el 54% de sus remuneraciones, con la paradoja de que una enfermera universitaria, aun con los ajustes paritarios, bordea hoy el indicador de pobreza.

En medio de una situación de esta naturaleza es posible concluir que el sistema de salud ha sido abandonado a su suerte. En unos casos, por simple mala praxis política, por impericia o imprudencia; en otros, por oscuros designios. No olvidemos que, tanto como ocurre con el sistema previsional, la salud es caja de cuantiosos recursos. ¿Vamos a olvidar, acaso, los turbios manejos que hubo durante la epidemia de coronavirus en la compra de vacunas y la secuela de miles de muertes que pudieron haberse evitado de otro modo? Dentro de este cuadro es imprescindible tener en cuenta que la salud genera vínculos de dependencia con las autoridades que aparecen otorgándola, incluso al ponerla sobre los hombros y responsabilidad de las entidades financiadoras y prestadoras de los servicios de salud.

Entretanto, la suma de derechos con que se ha sobrecargado al sistema, algunos de escasa o nula justificación científica o sanitaria, carece de la contrapartida mínima con los recursos necesarios para mantener en funcionamiento los servicios médicos. Esto deriva en desfinanciamiento estructural y, por consiguiente, en diferentes modalidades de migración de profesionales, como las de atender solo en consultorios privados o cobrar aranceles complementarios, sin contar las demoras en los turnos o el deterioro gradual de equipos médicos, producto de que los aranceles recibidos no alcanzan para pagar amortizaciones. Agréguense a eso los efectos de la inflación galopante, de las restricciones a la importación de equipos e insumos, total o parcialmente producidos en el extranjero, y la confusión y angustias suscitadas por los diferentes tipos de cambio.

Los candidatos presidenciales deberían dar una respuesta acerca de cómo encarar las políticas que permitan avizorar soluciones a la magnitud de los serios problemas que enfrenta el sistema

Un parque de equipos que, por obsolescencia tecnológica, debe ser repuesto como mínimo cada cinco años, en la Argentina supera los 10 y 15 años de vida. Pierde así calidad diagnóstica terapéutica y entra en un proceso de deterioro que imposibilita su uso adecuado. Hoy, el problema ya no es reponer, sino reparar un parque tecnológico que cada día es más obsoleto.

Según un trabajo del economista Esteban Domecq, a partir de la regulación de precios de la medicina prepaga, la actividad en salud, que venía creciendo al 7% hasta el año 2011, había caído al 2,3% anual para el sector privado en el momento de la pandemia. Desde 2020 ha decrecido el 7%. En los últimos 12 años se aprobaron cien normas que incorporan nuevas coberturas, pero ninguna de ellas con la contrapartida de los recursos indispensables para su financiación. Eso sí: se reguló de forma nada sustentable el precio de esas coberturas, y los juicios por responsabilidad civil, laborales y de acciones de clase acrecentaron su condición de industria generadora de exacciones al sistema de salud en magnitud y desproporción inimaginables.

Desde la entrada en vigor de la ley de regulación de la medicina prepaga hasta agosto de 2023, según fuentes del sector, las prestaciones deberían haber incrementado sus valores un 100% más de lo autorizado, para alinear sus costos con el incremento del índice del costo de vida.

Con la urgente necesidad de alcanzar el financiamiento necesario para su subsistencia, el sistema argentino de salud afronta dos enormes incógnitas: quién lo va a financiar y cómo se hará para que recupere los recursos que no recibió en forma oportuna. En las dos semanas que restan para la definición del próximo período presidencial, los candidatos deberían dar una respuesta acerca de cómo encarar las políticas que permitan avizorar soluciones a la magnitud de los serios problemas que enfrenta el sistema. La esperamos.