Carlos Finlay investigó durante más de 20 años, mientras el mundo científico le daba la espalda a sus trabajos. Hasta que llegó el día que no tuvieron más remedio que aceptar sus conclusiones. Una historia de indiferencia, celos e ignorancia
Se llamaba Juan Carlos, pero firmaba Carlos J. Su papá, Edward, era un médico escocés que había querido probar fortuna en América, peleando en los ejércitos de Simón Bolívar. Pero el buque que lo traía a América naufragó y terminó en Puerto España, en Trinidad y Tobago. Se casaría con Eliza de Barrés y en 1831 el matrimonio se mudó a Puerto Príncipe, actualmente Camagüey, Cuba, donde Finlay ejercería como oftalmólogo. Dos años después nacería Carlos Juan Finlay y Barrés, el protagonista de esta historia.
En 1855 se graduó del Jefferson Medical College, en Estados Unidos, país en el que era mucho más flexible el régimen de admisión que en la Cuba española de entonces. Ahí estudió con el profesor John Mitchell, defensor de la innovadora teoría que sostenía que los gérmenes eran transmisores de enfermedades. Las enseñanzas de Mitchell le quedaron grabadas por toda su vida: le remarcaba la importancia de la observación y la investigación.
Entre 1859 y 1861, este médico epidemiólogo continuó sus estudios en Europa. De regreso a su país, se abocó a estudiar la propagación del cólera y la viruela. Cuando dio a conocer que el cólera se transmitía por la Zanja Real -el primer acueducto que suministró agua potable a la capital cubana- que pasaba por el barrio del Cerro donde vivía, le prohibieron publicarlo. Eran tiempos de guerra y no era conveniente. Recién se daría a conocer en 1873, cuando la epidemia ya había pasado.
Finlay, además, investigó la cirugía del cáncer, los efectos nocivos del gas del alumbrado, la lepra y el tétanos en los niños recién nacidos. Aún así, con estos antecedentes, la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales demoró siete años en aceptarlo como miembro.
El 14 de agosto de 1881 brindó su conferencia más importante. La tituló “El mosquito hipotéticamente considerado como agente de transmisión de la Fiebre Amarilla”.
Después de escucharlo algunos sonrieron, murmuraron y otros, en silencio, se fueron levantando y abandonaron la asamblea ordinaria de la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, que funcionaba en el primer piso del ex convento de San Agustín, un antiquísimo edificio fundado por los españoles en el siglo XVII.
Era el resultado de años de investigaciones que daban por tierra con viejas concepciones incomprobables que dicha enfermedad se transmitía por el aire y por contacto directo. Finlay aseguró que la hembra del Aedes Aegypti era la culpable de la propagación de un flagelo que desvelaba a la comunidad científica mundial.
Pero no le creyeron. Debió esperar veinte años a que se tomen en serio sus conclusiones.
Es un mosquito
En febrero de 1881, en la Conferencia Sanitaria celebrada en Estados Unidos, ya había adelantado la existencia de un agente independiente de la fiebre amarilla y del enfermo. Junto a su colaborador Claudio Delgado y Amestoy, un médico español, entre 1881 y 1900 realizaron cientos de experimentos para poder demostrar fehacientemente su teoría, auxiliado solo con su viejo microscopio, que lo acompañaba desde sus épocas de estudiante. Fue el 30 de junio de 1881 cuando realizó la primera prueba experimental con un mosquito.
En los años siguientes tuvo la ayuda de curas españoles llegados a la isla, quienes se ofrecieron voluntariamente a someterse a las pruebas de Finlay.
Comisiones científicas enviadas a Cuba en los últimos años del siglo, no tomaron en cuenta las conclusiones del cubano. Y él, mientras tanto, insistía en la destrucción de las larvas de mosquitos y pedía la implementación de medidas de profilaxis. Pero no había caso; no tenía amistades influyentes y la cerrazón de sus colegas le impedían ser escuchado.
Se necesitó una guerra para le hicieran caso.
Morir para creer
Durante la guerra entre Estados Unidos y España por Cuba, en 1898, los norteamericanos estuvieron más preocupados por los 200 soldados que por día morían por la fiebre amarilla que por las bajas en los campos de batalla. Leonard Wood, el gobernador militar de la isla, que además era médico, pidió al gobierno de Estados Unidos que enviase una comisión para estudiar por qué sus soldados se morían como moscas a raíz de la fiebre amarilla, también conocida como “el vómito negro”.
Para suerte de Finlay, dos médicos que integraban esa comisión y que investigaban el paludismo, recomendaron que se les prestase atención a las investigaciones del cubano. Uno de ellos, Jesse Lazear, fue el más convencido de que Finlay estaba en el camino correcto, a tal punto que murió para darle la razón.
Es que el propio Lazear y otros voluntarios se dejaron picar por mosquitos obtenidos de huevos provistos por Finlay, y que habían ingerido sangre de enfermos de fiebre amarilla dos semanas antes.
Lazear, el médico James Carroll y el soldado William Dean se enfermaron voluntariamente. Lezear llevó un diario en una pequeña libreta, donde describió los síntomas día por día. Su última anotación fue el día 13, cuando falleció. Era el 25 de septiembre de 1900. Sin embargo, aun asi Finlay no logró vencer las reticencias del mundo científico.
Guerra a muerte al mosquito
Hubo que esperar al año siguiente con la exitosa campaña del médico militar norteamericano William Gorgas. El gobierno norteamericano de ocupación estaba acorralado por las críticas de los cubanos, que lo acusaban de que cada vez había más enfermos por fiebre amarilla y que no hacía nada. Entonces aplicó los consejos de Finlay, y con el lanzamiento de la campaña “Guerra a muerte al mosquito”, comenzó la erradicación de la enfermedad.
Cuando Cuba declaró su independencia, Finlay fue nombrado Jefe Superior de Sanidad. Tuvo su prueba de fuego en 1905, cuando en tres meses eliminó la epidemia de fiebre amarilla que se había desatado. Y ya nadie pudo quitarle los méritos. Terminaría una historia de 250 años de este flagelo en Cuba.
Desde 1905, Finlay fue propuesto para el Premio Nobel, sin suerte. Falleció en La Habana el 20 de agosto de 1915, a los 82 años.
Como sucede en innumerables casos, el reconocimiento le llegó después de su muerte, cuando no podía disfrutarlo. Hoy existe la orden al mérito “Carlos J. Finlay” a los que presten servicios relevantes a la ciencia. Tomando la fecha de su nacimiento, el 3 de diciembre, se instauró el Día Internacional del Médico. Y en la Real Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales hay un museo que lleva su nombre, que cuenta la historia de un cubano, con apellido escocés y que un día los norteamericanos le dieron la razón para beneficio de toda la Humanidad.
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